Hace ya 14 años, a finales de 1991, cuando la LOGSE impregnaba la vida de los centros, el Consell de la Comunidad Valenciana, gobernado por el PSOE, aprobó una norma reivindicada de antaño por el profesorado y, en general, por toda la comunidad educativa. Se trataba de un decreto regulador de los derechos y deberes de los alumnos de los centros de preescolar, EGB, de formación profesional y de bachillerato, que quería poner coto a los comportamientos inadecuados del alumnado, sobre todo pensando en los de segunda etapa de EGB y del resto de niveles superiores.
Era la época de la FP y el Bachillerato no obligatorios y de la participación en los consejos escolares. La época en que aún podíamos entrever que la sociedad depositaba en la educación ciertas expectativas de promoción social, que el aprobado o el suspenso jugaban un papel determinante en las relaciones de enseñanza-aprendizaje y en la conformación de la authoritas del profesorado. La época, en fin, en que las situaciones de clima escolar degradado y conflictivo estaban localizadas y eran minoritarias.
Desde entonces ha llovido mucho. Se han sucedido varias leyes orgánicas que pretenden mejorar la educación y adaptarse a los nuevos tiempos y a esta sociedad nuestra tan cambiante; se ha vivido una auténtica revolución en los centros de secundaria con la ampliación de la educación obligatoria; hemos visto alterarse significativamente los valores, vínculos y modelos que conforman las unidades familiares a la vez que hemos vivido etapas de crecimiento económico nada despreciables; hemos padecido la llegada en aluvión de alumnado extranjero y el retraso escandaloso de las construcciones escolares... Hemos constatado el aumento paulatino de las cifras de fracaso escolar... También hemos visto pasar por la Conselleria de Educación, en estos últimos doce años, bastantes responsables del Partido Popular: he perdido la cuenta.
Aquel decreto, constituido básicamente en norma de actuación de los centros ante conductas irregulares del alumnado, como son los expedientes disciplinarios, tenía una inspiración marcadamente garantista, y ante los ojos de los docentes, poco duchos en procedimientos administrativos, fue tildado con razón de burocrático y de poco efectivo. De hecho, desde el inicio de su andadura fue malinterpretado y mal utilizado, hasta tal punto que, en puridad, pocos de la multitud de expedientes incoados en estos catorce años pasarían a mi entender un examen de validez jurídica. No era una norma que buscase la modificación de las causas de los comportamientos inadecuados, ni ha puesto el acento en la preservación de los derechos del resto del alumnado no conflictivo. Tampoco la administración educativa ha hecho mucho en cuanto a la formación de los docentes en estos aspectos, y ha mirado para otro lado cuando ha visto estas pifias legales.
Ahora, a caballo entre el tercero y el cuarto periodo de mandato del Partido Popular, se pone en marcha un nuevo decreto, después de un largo periodo de maduración, que regula la convivencia en los centros y actualiza el listado de derechos y deberes de alumnos, profesores y padres. En esta materia también nuestra comunidad va en los furgones de cola, a pesar de que era hace tiempo absolutamente necesaria una nueva regulación adaptada a las nuevas realidades de los centros, de las familias y de la sociedad.
El nuevo decreto quiere ser el generador de la buena convivencia en los centros y está trufado de excelentes intenciones, loas a la labor docente y requerimientos a la implicación familiar; tiene, además, una fe ciega en los efectos beneficiosos que la norma, por el sólo hecho de publicarse, va a producir en los centros. O se cree que por el mero hecho de recopilar y enumerar los derechos de unos y de otros éstos quedan automáticamente salvaguardados.
Pero cuando se llega al título que norma las actuaciones para resolver los problemas de convivencia, salvo unas cuantas perlas novedosas que pasaremos luego a comentar, continua cayendo en los mismos errores: enumeración y tipificación de conductas sancionables y descripción del proceso sancionador, con una visión marcadamente burocrática y judicial; no entra en ningún planteamiento para la transformación educativa de las conductas conflictivas (aunque habla de ‘medidas educativas correctoras’), y ni mucho menos trata de abordar las causas que generan los problemas de convivencia para actuar de forma preventiva.
Tres cuestiones concretas, a modo de ejemplo, en relación con las medidas ‘educativas correctoras’ sobre conductas consideradas contrarias pero no ‘gravemente perjudiciales para la convivencia’:
a) Introduce la prohibición del uso de teléfonos móviles y su retirada (una vez apagados) por el director, con la devolución posterior a los padres en presencia del alumno/a. Cuestión ya superada por muchos centros, sin necesidad de decreto.
b) Introduce la figura del aula de expulsados de ciertas clases, por un periodo máximo de una semana, siendo el jefe de estudios quien debe organizar su atención. Conllevará requerimientos de aumento de dotaciones para su atención que no contempla.
c) Introduce como sanción la suspensión del derecho a la participación en actividades extraescolares programadas durante los 15 días siguientes, lo que induce a considerar como no educativas dichas actividades.
Y de todo ello, desde la simple amonestación hasta la salida del aula, debe quedar constancia escrita en el centro y ser remitido el correspondiente informe al Registro Central para buen uso estadístico posterior.
En definitiva, una nueva norma que parchea la anterior, no entra en la raíz de los problemas y que tiene visos de que va a embrollar más aún las dinámicas organizativas de los centros. Tras un mes de su publicación, la norma ya está en vigor, pero aún no se tiene noticia de los recursos suplementarios que deben recibir los centros para su puesta en marcha. En definitiva, el próximo curso aún será papel mojado.
La convivencia escolar no puede ser tratada como algo ajeno a todo el proceso educativo. Sabemos que los conflictos son consecuencia y están en la base del fracaso escolar. Por tanto, si se quiere mejorar de la convivencia escolar hemos de acometer medidas de carácter estructural y abordar el problema desde todos los ámbitos. Medidas tales como:
1. Potenciar la figura del profesor-tutor como elemento clave, dotándole del complemento económico correspondiente, y diseñar un sistema de nombramientos que permitan que sean ejercidas estas funciones por los y las mejores profesionales.
2. Dotar a los centros con recursos humanos, equipos de educadores y trabajadores sociales, que lleven a cabo funciones de mediadores y ayuden al profesorado.
3. Estabilizar las plantillas de los centros de secundaria reduciendo el número de profesorado interino.
4. Plantear desde los ayuntamientos planes serios de colaboración para atajar el absentismo escolar y las conductas violentas fuera del centro, mediante la figura de los agentes de proximidad.
5. Potenciar los equipos multidisciplinares municipales para ayudar a las familias.
6. Establecer programas de escolarización combinada, con talleres de inserción laboral, dirigidos al alumnado con mayores problemas.
7. Llevar a cabo una política de escolarización que distribuya equitativamente entre todos los centros sostenidos con fondos públicos al alumnado inmigrante.
8. Creerse que una asignatura como Educación para la Convivencia puede y debe ayudar a mejorar la convivencia en los centros.
Todas ellas son propuestas que aparecen en los programas de educación de los partidos progresistas, como el de “Castellón Ciudad Educadora” del partido socialista. El PP no puede proponer, después de 12 años en la Generalitat y 16 en el Ayuntamiento, más que un decreto burocratizador, miope y poco efectivo.
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