sábado, 28 de febrero de 2009

LA CALLES ES MÍA, LA CULTURA SOY YO


La primera frase hay que atribuirsela a Fraga; la segunda, bien podría ponerse en boca del señor Mulet, concejal de cultura. Ambas cobran todo su sentido cuando se pronuncian bajo regímenes totalitarios, porque precisamente la calle y la cultura son ámbitos genuinamente democráticos.

Los objetos culturales que se manifiestan en los espacios públicos, en calles y plazas, adquieren toda su verdadera dimensión de vertebración social, y por eso han sido a menudo utilizados con la finalidad expresa de consolidar y reproducir la ideología dominante. Plagadas están las ciudades de medio mundo de obras de arte que, más allá de embellecer el espacio urbano, han sido expuestas como expresión permanente del régimen imperante.

Tampoco las democracias están exentas de la manipulación del arte en beneficio de una causa partidista o como un ejercicio más de clientelismo político. El mecenazgo y el arte van tan de la mano que es muy fácil sucumbir a esta tentación, y es muy fácil también encontrar argumentos para justificarla.

En nuestra ciudad, tan necesitada de un proyecto cultural de ciudad, que sea algo más que una suma de eventos selectos, y que implique a toda la ciudadanía como proyecto colectivo, estamos asistiendo a una de estas prácticas que comentamos, pero revestidas de características singulares: más que la pretensión del beneficio político o del clientelismo (aunque no sabemos si se ha renunciado a ella), lo que aquí se sugiere es un ejercicio de egocentrismo del poder, encarnado en el señor Mulet, que se cree único poseedor de la capacidad de decidir qué obras de arte deben contemplar los ciudadanos, porque la cultura es él, y coloca las obras culturales en el lugar o calle que quiere, porque también es suya.

Pretende decorar la calle como si fuera su casa, porque a lo mejor decora su casa como si fuera la calle.

¡Pobres artistas, que en estos tiempos de crisis están aún más expuestos a las veleidades del presupuesto público!

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